(Texto en base a reflexiones en torno a la obra La Clase Muerta de Kantor)
En el vertiginoso mundo moderno, son muchos los espacios y
objetos que habitan nuestra sociedad, que al ser nombrados, simplemente
enunciados, no nos producen ninguna extrañeza ni distanciamiento; ellos existen
bajo la lógica de lo preestablecido y de la normalidad racionalista. En
definitiva son lugares reales, asequibles, pero que aún así, no son comprobados
empíricamente por la experiencia y son transportados a una realidad que sólo al
ser recordada, pensada, nos parece real.
Detenemos la experiencia para darle
paso a la aceptación.
Estos lugares y objetos rodean nuestra vida diaria, y no
nos percatamos de lo irreales o poco comprobables que pueden ser. Debajo de tu
cama, probablemente se encontrará el piso, pero pocas veces nos detenemos a
revisarlo detenidamente si no es porque la experiencia sea urgente y vital;
perder algo. Estos espacios y objetos poseen un carácter lógico y real, pero si nos dedicamos a analizarlos existen
en una especie de dimensión aparte. ¿Qué sucede con todas las esquinas
de la ciudad que no pueden ser observadas al mismo tiempo?, ¿que existirá detrás de los medidores de agua
y luz, las grietas o las rocas que son colocadas de manera azarosa en algún
lugar?. ¿Qué sucede con los casilleros cuando se les cierra por fuera, o con el
refrigerador cuando está cerrado?. ¿Qué se esconderá en las azoteas
inaccesibles en los techos de la capital, qué esconderán todas las mesas
de los colegios?. ¿Por qué estas
atmósferas, que no conocemos empíricamente, se nos hacen fácil de imaginar, y
podemos incluso predecir cómo reaccionaría nuestro cuerpo y mente sólo con el
hecho de escuchar las circunstancias narradas de lo no habitual?.
Son contadas
con la mano las veces que nuestra existencia se relaciona con tales lugares.
Sin embargo parece ser que las conocemos y/o las podemos representar. Será que
son más las veces que nos encontramos bajo esos escenarios, pero debido al orden
social, nos obligamos a olvidar o simplemente no valorar. Será que la consciencia guarda estos momentos
y sentimientos y nos ayudan a reconstruir estas sensaciones. Al parecer dentro
de cada individuo se comparte un saber colectivo que perdura ante el orden
mundial, un saber que no es comentado ni teorizado, pero que persiste en la
naturalidad del ser humano.
Muchas de esas sensaciones se relacionan también
con diferentes estados cotidianos del acontecer humano, el malestar al tomar el
metro, la sensación ingrata de despertar y aún estar soñando, la necesidad de
omitir algún comentario que podría sonar incómodo, el ridículo con uno mismo,
la vergüenza propia de nuestro actuar, el dolor, el placer por lo prohibido,
todas estas experiencias que al no ser explicados, o exteriorizados de manera
racional, se transportan de igual forma a otra dimensión. Todas estas pulsiones
naturales sin explicaciones terminan siendo desligadas de la normalidad y que
al llevarlas a la luz parecieran carecer de lógica y por lo tanto tienen una
característica irreal.
Es urgente
entonces presentar estas sensaciones y espacios, hacer dialogar las sensaciones reales
olvidadas, incómodas. De esta manera las
volvemos reales, detener el ordenamiento
de lo lógico, de lo bello, de lo aceptado moralmente. Expongamos entonces los
espacios olvidados, no comentados. Reivindiquemos los espacios no comunes, que
no dejan de ser igual de reales que los otros, por el simple hecho de apartarse
de esta supuesta normalidad establecida. Reivindiquemos la experiencia, por el
simple hecho de la existencia de las cosas. Se debe hacerse cargo de lo real,
de lo concreto, pero no bajo un solo punto de vista. Si no quizás desde el más
difícil, el menos claro o el con menos acceso. Hacer de lo más azaroso y banal,
una experiencia real y existente. Hacer una representación teatral de lo real,
en su espectro más amplio, más honesto.