Para
quien estudia la historia musical de Europa, el proceso de su
desarrollo resulta lógico, continuado, ajustado a su propia
organicidad, presentándose como una sucesión de técnicas, de
escuelas ilustradas, por la presencia de creadores cimeros, hasta
llegarse, a través de logros sucesivos, a las búsquedas más
audaces del tiempo presente. Desde el momento en que los sonidos de
voces o de instrumentos comienzan a ser fijados en signos legibles
(sin tenernos que remontar a raíces más remotas cuyo examen
requiere otro proceso analítico) puede seguirse, sin dudas ni
vacilaciones, el ya larguísimo camino de su función artística,
siglo a siglo, con ayuda de una amplia literatura teórica —textos
y tratados— correspondiente a cada época. El origen y crecimiento
de la polifonía, la estructuración de formas, la afirmación de los
estilos y géneros, la biografía particular de los instrumentos, la
formación y desarrollo de la orquesta sinfónica, de la ópera, de
drama lírico, se integran en un encadenamiento de hechos
perfectamente coherente y claro —por no decir dialéctico—, allí
donde cada innovación responde a una necesidad, cada personalidad
desempeña un papel de mayor o menor importancia en cuanto a
eficiencia composicional o aportación estética. En más de diez
siglos de música europea, no hay misterios ni accidentes.
Enriquecimiento gradual, si, debido al intercambio de ideas, la
polémica estimulante, y un mayor conocimiento del mundo... Los
compositores europeos que más presumieron de revolucionarios se
apresuraron siempre, al exponer sus conceptos, a demostrar que tenían
antecesores en siglos pasados, buscándose abuelos, a veces, en el
mismo Medioevo. Si Monteverdi, Gabrieli, o Guillaume de Machaut o el
viejo Perotino vinieron a salir de un largo olvido en este siglo xx,
ello se debe en mucho, no hay que olvidarlo, al culto repentinamente
rendido a su memoria por parte de músicos contemporáneos nuestros
que se las daban de “vanguardistas” —aunque sin rechazar, en
bloque, la herencia de una tradición, por aquello de que, como bien
lo dijo Stravinsky: “Una tradición verdadera no es el testimonio
de tiempo pasado transcurrido; es una fuerza viviente que anima e
informa el presente.”
Cuando nos enfrentamos con la música
latinoamericana, en cambio, nos encontramos con que ésta no se
desarrolla en función de los mismos valores y hechos culturales,
obedeciendo a fenómenos, aportaciones, impulsos, debidos a factores
de crecimiento, pulsiones anímicas, estratos raciales, injertos y
trasplantes, que resultan insólitos para quien pretenda aplicar
determinados métodos al análisis de un arte regido por un constante
rejuego de confrontaciones entre lo propio y lo ajeno, lo autóctono
y lo importado. Hoy, por ejemplo, nos resulta mucho más fácil
entender y explicar la obra de un Schoenberg —pongamos por caso—
que la de un Héctor Villa-Lobos. EI maestro vienés es cabo de raza
de una muy añeja familia intelectual; el maestro brasilero, en
cambio, es una fuerza natural que irrumpe en el panorama artístico
de un continente sin que nada anunciase su llegada —puesto que las
músicas escritas en su país, en décadas anteriores, no se le
constituían en antecedentes. El atonalismo es una resultante cabal
—casi inevitable— de lo que venian haciendo, en Europa Central,
los músicos de fines del siglo XIX. La obra de Villa-Lobos, en
cambio, es un caso fenomenal, espontáneo, sorpresivo, por cuanto
resulta un producto aparentemente imposible de lo primigenio y
telúrico amaridado con las técnicas más avanzadas que, en una
época, pudieron venirnos de Viejo Continente. Se nos dirá, desde
luego, que tal simbiosis se observa en la obra de todos los
compositores que, en esta época, aquí o allá, trabajaron con
materiales folklóricos. Pero debe reconocerse que la “onda
folklórica” que recorrió el mundo entero —puesto que tanto se
observó en Europa, como en los Estados Unidos y América Latina—
en los años 1920-40, fue en realidad de muy corta duración,
dejando, como creaciones válidas, duraderas, conservadas (y
ejecutadas, que es lo más importante) aquéllas que, desprendiéndose
del documento cazado a punta de lápiz, mejor expresaron la verdad
profunda del compositor, de modo a menudo metafórico, exento de todo
“tipicismo”, sin que esto excluyera un sustrato racial
—significado nacido entre fronteras pero fijado en un significante
de alcance universal. Y ese desprenderse del folklore, salvaguardando
sin embargo las pulsiones auténticas del ente creador, es tendencia
que se observa, actualmente, en los mejores músicos de las nuevas
generaciones latinoamericanas. No queremos citar nombres por no
incurrir en omisiones debidas al hecho de que, en muchos países
nuestros, la edición de partituras y de discos apenas si empieza a
manifestarse en una actividad continuada —cuando no carecen
totalmente los compositores de tales medios de difusión de sus
obras. Pero, anticipándonos a quienes vengan a objetar que el
interés despertado en los jóvenes por las técnicas nuevas
—incluyendo la música electrónica— viene a destruir todo acento
racial, responderemos que en numerosísimas obras de compositores
cuyos nombres no habrán de citarse aquí (por no establecer una
tabla de valores favorecedora de quienes ya disponen de imprentas y
equipos grabadores para difundir su música), se percibe siempre un
dejo nacional, más o menos marcado, tras del medio de expresión
escogido. En partituras al parecer “cosmopolitas” por el aspecto
exterior, corre sangre de tal o cual país de nuestro continente. Es,
aquí, un modo de usar la percusión; es, allá, el impulso rítmico;
es, más allá, el asomo de una escala, de una cadencia
caracteristística, de una sonoridad peculiar; o bien, el “collage”
revelador, la índole del trazo, el humorismo del decir, la
melancolía de un clima. 0, simplemente, e contenido de un texto
claro, imprecatorio, vengador, clamada por un cantante o por un
coro.. . .No se es “nacional” o “nacionalista” por citar un
tema folklórico. Una melodía presentada por un famoso musicólego
argentino, en libro suyo, come tema de “candombe” colonial, es
cantada en México, en tiempo más lento, como canción sentimental.
Una conocida romanza colombiana pasó por cubana, durante mucho
tiempo, al ser reeditada en La Habana, con ligeras modificaciones
rítmicas en el acompañamiento... Cuando Debussy y Ravel escribieron
“habaneras”, siguieron siendo tan franceses como franceses eran
los “salvajes” de América que hizo bailar Rameau en sus “Indias
Galantes”. El “Dies Irae” del canto gregoriano resulta un
magnífico tango argentino cuando es tocado, en bandoneón, con rítmo
porteño... Si el hábito no hace al monje, el tema, en música, no
basta para validar una tarjeta de identidad. Los compositores
europeos de los siglos XVII y XVIII (clásicos por antonomasia, según
nuestros tratados, aunque ellos jamás se barruntaron que llegarían
a ser “clásicos” algún día, del mismo mode que nunca se
sintieron medioevales nuestros tremebundos “caballeros
medioevales”...), vivieron siempre ajenos a una cierta
jerarquización de la música que sólo viene a producirse en la
historia del arte de las sonidos hace un poco más de cien años. Nos
referimos a aquella que levanta fronteras entre la música culta y la
música popular (no confundiéndose la segunda, desde luego, con
aquellas expresiones que, a partir de Herder, se consideraron como
folklore). Para el compositor clásico —aceptemos momentáneamente
el término por su virtud generalizadora— no existía una música
culta diferenciada de la música popular. EI artista creador, dueño
de sus técnicas, dominaba todos los géneros, escribiendo música
que respondiera a tal o cual pedido o requerimiento —destacándose,
por supuesto, en aquello que fuese más afín a su temperamento.
Cuando la Iglesia solicitaba sus servicios, escribia una música
litúrgica o festiva, según el carácter de la ceremonia a que
estaba destinada. Cuando una aristocracia inteligente lo invitaba a
hacerlo, escribía finos madrigales, canciones, pastorelas, al gusto
del día. A la hermosa dama que tañía el laud o el clavicémbalo,
dedicaba preciosas páginas concebidas para el instrumento. Para
ganar dinero, escribía óperas, probando sus fuerzas tanto en lo
trágico como en lo bufo. Y, cuando había que hacer bailar a la
gente, de sus alforjas sonoras sacaba chaconas, pavanas, zarabandas,
minuetos y hasta unas “moriscas” que, en su época, respondían a
algo así como la “música pop” de hoy... De todo escribía
nuestro compositor, sin creer que se rebajaba cuando, en un caso
determinado, se tratara de producir música agradable o de un estilo
ligero. Todo estaba en escribir lo mejor posible, observando, en
cualquier oportunidad, las mejores reglas del arte. Nunca se preguntó
Mozart si sus deliciosas “Contradanzas” eran cosa de música
popular; tampoco el muy docto Martini cuando puso música al Plaisir
d’amour de Florian, sin poder imaginarse, desde luego, que su
canción estaría presente todavía, dos siglos después, en la
memoria de todos los franceses. Antón Diabelli, aunque muy
especializado en la música religiosa, no creía rebajarse al
componer un “Vals” sobre el cual escribiría Beethoven las
monumentales “Variaciones” que tan alto lugar ocupan en su obra.
Pero una cierta jerarquización de la música se va advirtiendo en
Europa en la segunda mitad del siglo pasado, ante el creciente favor
que conocen la opereta y la llamada “música de salón” —término
inconcebible para un Monteverdi, un Couperin, para quienes “el
salón” era, precisamente, el lugar donde se hacia la mejor música
posible, fuera del teatro y de la iglesia. Pero, un hecho era cierto:
desprendiéndose de la ópera bufa de tiempos pasados, la opereta
cobra una importancia nueva (opereta que es el anuncio de la
“revista” moderna, de la “musical comedy” norteamericana, de
“tour de chant” francés). Quien no se siente llevado a
plantearse grandes problemas de creación, permanece juiciosamente en
terreno que puede cultivar con éxito. Reconoce lealmente, sin el
menor complejo, que sólo compone “música ligera”... A la vez,
con su famoso eslogan de “la música del futuro”, Wagner crea el
concepto de la “vanguardia”. Habrá pues, una música difícil,
avanzada sobre su época —revolucionaria a su manera—, y una
música tradicionalista, fácil de asimilar, directa y amable, que el
público acoge, acaso, con aplausos más espontáneos. Pero no por
ello despreciarán los músicos difíciles la producción de sus
colegas fáciles. En nada molesta a Debussy la existencia de un
Massenet. Altamente estimaba Ravel la música de Gershwin en sus
aspectos más directos y fieles al jazz... Pero hay más: muchos
ignoran seguramente que Arnold Schoenberg, Alban Berg y Anton Webern,
los tres terribles vieneses, hicieron primorosas trascripciones, para
pequeños conjuntos, de varios valses de Johann Strauss, que
presentaron, ellos mismos, en una Walzer Abend, ofrecida en 1921.
Honegger elogiaba sin reservas a Maurice Yvain, el autor de Mon
Homme, en tanto que Darius Milhaud calificaba de “admirable” la
Valencia de Padilla... Pero de muy distinto modo ocurrían las cosas
en la América Latina de aquellos años. Allí donde las calles
resonaban de tangos, rumbas, sones, bambucos, guarachas, boleros y
mariachis, la hostilidad de ciertos músicos serios, sinfonistas,
profesores de conservatorios, hacia la llamada “música ligera”,
llegaba a cobrar caracteres inquisitoriales. Una hostilidad venida de
lo alto fulminaba cuanto se manifestara en modesta —aunque a veces
muy afortunada— expresión debida a viejas tradiciones rítmicas y
melódicas, de las que “andaban en boca de las gentes” —como
hubiese dicho, refiriéndose al romance, el trujamán del Retablo de
Maese Pedro— y que, por lo mismo, mucho gustaban a “las gentes”.
Y, puestos en el disparadero de clasificar las tantísimas músicas
que en las ciudades, pueblos y campos sonaban, llevando una vida
propia, ignorante de criticas doctas, los músicos que harto se
tomaban en serio llegaron a establecer, aquí y allá, en tierras de
nuestro continente, una increíble clasificación y escala de géneros
que comprendía: a] la música culta; b] la música semiculta (?),
estas últimas entendidas en algunos lugares como “música clásica”
y “semiclásica” (!), lo cual alcanza el absurdo por una total
imposibilidad de deslinde; c] música popular; d] música populachera
(sic); e] música folklórica, tratada con una deferencia un tanto
abstracta e intelectual hacia el hombre de huarache y alpargata,
quena y guitarrico (Herder y Nerval nos habían enseñado a
respetarlo. ..), sin separar ese folklore un tanto elaborado ya por
ejecutantes inspirados, dotados de prodigiosa invención rítmica y
melódica, del documento etnográfico, ofrecido en términos de
notación metódica y científica, tal como se nos presentan
numerosos cantos y sones de indios selváticos americanos en el libro
Vom Roraima zum Orinoco (1923) del explorador Theodor Koch-Grünberg.
Invirtiendo la escala de valores establecida por compositores
latinoamericanos cuyas obras quedaron, por lo general, al margen de
la historia de la música universal —esa es la triste verdad— nos
encontramos con que, por parte de ellos, hubo un malentendido inicial
en cuanto a los enfoques de la música un tanto respetuosamente
calificada por ellos de folklórica —o bien, llevando más adelante
una casuística divisionista de lo elemental dentro de lo elemental,
de “folklore-al-estado-puro”. Pero no vieron esos menesteres de
clerecía que cuando una música se nos muestra “en estado puro”
de función ritual primigenia, no puede ser considerada todavía como
música, puesto que ahí el significante responde a un significado
debido a nociones que hemos perdido. Ocurre con ello lo que con la
escultura de tiempos remotos, contemplada por Malraux, cuando nos
dice que una estatua (es decir: obra de arte), fue otra cosa:
personificación inteligible de la Divinidad, objeto de culto,
materialización de un concepto difícilmente asible, modo de acceso
a la Trascendencia. Así, la música fue música antes de ser música.
Pero fue música muy distinta de lo que hoy tenemos por música
deparadora de un goce estético. Fue plegaria, acción de gracia,
encantación, ensalmo, magia, narración escandida, liturgia, poesía,
poesía-danza, psicodrama, antes de cobrar (por decadencia de sus
funciones más bien que por adquisición de nuevas dignidades)
categoría artística. Quienes atribuyen un valor artístico a
ciertos documentos etnográficos americanos andan errados,
desvirtuando lo que, primitivamente, servía a otra cosa. Buscan
temas, melodías (bellísimos, a veces, cuando se los separa
arbitrariamente de su contexto, lo cual es, de todos modos, una
mutilación...) sin entender que en la expresión sonora de tales
temas, de tales melodías, más importantes son los factores de
insistencia, de repetición, de interminable vuelta sobre lo mismo,
de un efecto hipnótico producido por reiteración y anáfora,
durante horas, que el melos entrevisto paternalmente por quienes
cargan con sus contrapuntos y fugas adquiridos en el Conservatorio...
Además hay otro “folklore-al-estado-puro” que es parte
integrante de un medio propio de donde no se le puede desplazar. Los
“cantos de ordeño”, clamados por una voz masculina en la
vastedad de llano venezolano, por ejemplo, tienen una dimensión, una
fuerza, una resonancia, que se pierden totalmente en una sala de
conciertos donde, por añadidura, se les calza con un acompañamiento
orquestal donde unos instrumentos desconocidos por el pueblo resultan
casi cómicamente ajenos a lo acompañado... Igual ocurre con las
porfías de decimistas, remotamente debidas al Medioevo español y
que perduran en muchos países de América Latina —y que, según
Menéndez Pidal, se conocían, en sus orígenes, por “recuestas o
disputa de dos trovadores”... Tales recuestas descansaban en
melodías tremendamente monótonas y repetidas, por lo general,
puesto que no tenían más función que la de fijar límites y
encuadres a la improvisación. Esto, llevado a sinfonías o a
cantata, pierde todo carácter y utilidad. Se vuelve esqueleto, donde
hubo carne; academismo del peor, mala profesión de fe nacionalista,
donde hubo visión de inmensidad y música de entrañas, anterior a
la música destinada a quienes pueden adquirir una buena localidad de
teatro para “verle las manos” al gran pianista o director de
turno. En Europa el “folklore-al-estado-puro” —para usar otra
vez de una expresión falsa pero útilmente generalizadora— había
desaparecido hacía mucho tiempo cuando nacieron músicos de
formación clerical o “ars nova”, poseedores de un verdadero
sistema de notación. Pero, aunque hubiese existido aún, ese
folklore no les habría interesado. El que les viene a llamar la
atención, en vísperas del Renacimiento, pasando a veces a sus
propias obras, es materia ya muy elaborada por “ministriles” que,
a falta de mucha ciencia, tenían intuición y gracia, y sabían
valerse hábilmente de sus voces e instrumentos. (Cuando Bach, más
tarde, trabajará sobre viejos corales alemanes, esos materiales
estarán ya sumamente elaborados y decantados antes de llegar a sus
manos...) En América Latina ocurría algo semejante, en cuanto a la
presencia de una expresión musical directa y espontánea, con la
sola diferencia de que el músico “sabio” se niega a tomarla en
serio, rehusándose —aunque hay excepciones honrosas— a aceptar
sus múltiples enseñanzas. Y sin embargo, esa música, salida a
veces de aldeas lejanas, traída a las ciudades, instalada en las
suburbios de capitales, metida en los bailes; música viva,
inventiva, cada día renovada, se estaba corporizando, integrando,
dibujando sus propios perfiles, ascendiendo, subiendo, invadiendo,
conquistando públicos para gran despecho de quienes se creían muy
superiores a lo que sólo veían como bullangueras trivialidades. Y,
sin embargo, no era tan sólo un pintoresco guirigay o que así se
les echaba encima. No era ocurrencia de ignaros ni de incultos lo que
ya se iba colando en los salones por impulso de una irresistible
energía rítmica. Era ya un arte de formas fijadas, de estilos
definidos, de inflexiones codificadas, que se iba produciendo, a base
de modelos remotos, en el ámbito de las urbes. Las contradanzas,
danzas, habaneras, canciones, “puntos”, ahora editados, y que
ahora recorrían su espacio continental con tanta fortuna que a
menudo pasaban a Europa, era obra de músicos que, sabiendo a menudo
cómo había de escribirse la música “culta”, preferían
permanecer semicultos —y a veces hasta populares y hasta
populacheros en la expresión. Habían elegido ese camino —acaso el
más sensato— ante el peligro de desnucarse en una posible
Tetralogía de tipo incaico o azteca —que “asuntos” no faltaban
para ello, con buenos coros de caballeros águilas o de vestales del
Cuzco enamoradas de algún lugarteniente de Pizarro. Tenían la
ventaja, además, esos músicos, de abrevarse en las fuentes de una
larga tradición, única existente donde, en punto a música culta,
sólo se conocía la música religiosa escuchada en las templos
cristianos, y que, por su carácter, era impropia para alimentar una
música profana necesaria a la vida del hombre, por cuanto se
asociaba a sus bailes, celebraciones, holgorios y “alegrías”
brillantemente celebrados en toda América en jubilosa observancia de
una Real Orden que invitaba las poblaciones a entregarse, en tal día,
a diversiones de baile, canto, mascaradas y teatro...
Alejo Carpentier
En 1608, el
poeta Silvestre de Balboa, al narrarnos, en su poema “Espejo de
Paciencia”, una fiesta dada en la muy cubana villa de Bayamo para
celebrar la liberación del buen obispo Fray Juan de las Cabezas
Altamirano, secuestrado, tiempo atrás, por el pirata francés
Gilberto Girón, nos habla del concierto armado por los vecinos de la
naciente urbe con instrumentos tales como: zampoñas, rabeles,
albogues, “adufes ministriles”. Es interesante señalar que
algunos de los instrumentos mencionados son los mismos que aparecen
en el Libro de buen amor (1343) del Arcipreste de Hita. También en
los versos del excelente Juan Ruiz se habla de zampoñas, rabeles,
albogues y “panderos” que son los “adufes” de Balboa. El
poeta de Cuba nos dice, además, que algunos, en su fiesta, cantaban
“de dos en dos, a solas”, canto en dúo cantaban también las
doctas aves de Gonzalo de Berceo (1196 ? - 1268?) anunciando los tres
autores, el de Indias y los dos de España, el hábito futuro de
cantar a “prima” y “segunda” que aún se observa en las
Antillas y en tantísimos lugares de América. Pero lo que ni Berceo
ni el Arcipreste pudieron barruntarse es que, en el concierto de
Balboa, sería enriquecida la orquesta por “tipinaguas” indias,
“tamboriles” tocados por manos de negros, y “marugas” que
serían idénticas a las “maracas” descritas por el Padre Jeán
de Lery (Le voyage au Brésil - 1556-58) y que fue un instrumento tan
universalmente americano (hoy incorporado al arsenal de la batería
sinfónica) que aparece, tocado por un ángel, en más de un
“concierto celestial” esculpido por artesanos coloniales en
santuarios barrocos de nuestro continente. Así, los instrumentos de
Europa, de África y de América, se habían encontrado, mezclado,
concertado, en ese prodigioso crisol de civilizaciones, encrucijada
planetaria, lugar de sincretismos, trasculturaciones, simbiosis de
músicas aún muy primigenias o ya muy elaboradas, que era el Nuevo
Mundo. El ya viejo romance hispánico se mezclaba con las percusiones
africanas, y con elementos de expresión sonora debidas al indio
—aunque, en lo melódico, en el melos, el indio permaneciera más
fiel a las ancestrales tradiciones de escalas (y esto se observa
todavía a todo lo largo del espinazo andino) distintas del sistema
en que estaban concebidas las músicas venidas de Europa... Pero el
hecho fue que, de repente, la Iberia de donde habían salido los
conquistadores —la de “los parientes que habían quedado en casa”
sin solicitar su reglamentario asiento en los registros de pasajeros
a Indias de la Casa de la Contratación de Sevilla— se vieron
invadidos por unas “endiabladas zarabandas” que, al decir de
Cervantes (véase: El celoso extremeño) eran “nuevas en España”.
Y, con las diabólicas zarabandas, una chacona, no menos remeneada,
que, según Lope de Vega: “De las Indias a Sevilla — ha venido
por la posta”. Y, tras de esto, un “fandango” que, según el
Diccionario de Autoridades, era “baile introducido por los que han
estado en los reinos de Indias y que se hace al son de un tañido muy
alegre y festivo”. Danzas mulatas, danzas mestizas —¡ y a mucha
honra !—, danzas alegres, música bastante “pop” para la época,
que el Padre Mariana (1536- 1623) condenaría en su austero “Tratado
contra los juegos públicos”, afirmando que “la zarabanda era tan
lasciva en sus letras, tan impúdica en sus movimientos, que bastaba
para incendiar el ánimo de la gente —aun de las más honestas”.
Pero tal poder de penetración tendría la bullanguera novedad venida
de Indias, que Cervantes llega a hablarnos de unas “zarabandas a lo
divino” que se habían colado en las iglesias, promoviendo, a fines
del reinado de Felipe II un severo interdicto —muy poco observado,
en realidad.. . — que se nos hace más claro cuando sabemos que, en
Cuba, a mediados del siglo XVII, el obispo Vara Calderón se vería
obligado a prohibir que se diesen “bailes públicos en las
Iglesias” (sic) y que se alquilaran negras y mulatas “para que
gimieran en los funerales”. España nos había mandado el romance y
el contrapunto (Silvestre de Balboa nos habla de un motete compuesto
y cantado en Bayamo en 1604), en tanto que las partituras del
admirable Francisco Guerrero sonaban ya en nuestros templos, donde
sus obras eran preferidas a las de otros maestros peninsulares, acaso
porque el músico sevillano, de temperamento más liviano que el
dramático y ascético Morales, era muy aficionado a componer
canciones y villanescas... Pero nosotros, a cambio, mandábamos ya a
España, en los tempranos días de nuestra colonización
(colonización muy relativa, en fin de cuentas, si se la estudia a la
luz de una dialéctica más actual .) una música dotada de
caracteres propios que no tardaría en universalizarse... Faltaban
pocos años para que el Cardenal de Richelieu bailara la zarabanda
con Ana de Austria —aunque zarabanda llevada en tiempo más grave y
con menos “lascivia”, seguramente, que las que tanto hubiesen
escandalizado al buen Padre Mariana. Una palabra nueva en nuestro
idioma se articula, por vez primera, en una Geografia y descripción
universal de las Indias de Juan López de Velazco, escrita en México
entre los años 1571-1574: la palabra criollo. Y, tras de la palabra,
la graciosa explicación: “Los españoles que pasan a aquellas
partes y están en ellas mucho tiempo, con la mutación del cielo y
del temperamento de las regiones aun no dejan de recibir alguna
diferencia en el color y calidad de sus personas; pero los que nacen
de ellos, que llaman criollos, y en todo son tenidos y habidos por
españoles, conocidamente salen ya diferenciados en el color y el
tamaño... “Acuñada queda la palabra, cuya presencia rastrea el
investigador José Juan Arrom en numerosos documentos comerciales y
eclesiásticos redactados en las postrimerías del siglo XV. Pero ya,
en fanfarria de pequeña epopeya local, son alabadas las virtudes de
valentía e inteligencia del criollo, así sea blanco, así sea
negro, en el “Espejo de Paciencia” cubano de 1608... Hablando de
un mundo lejanísimo de las Antillas, el Inca Garcilaso nos señala,
un año después, en sus Comentarios Reales, que así llaman los
españoles a los nacidos en el Nuevo Mundo, así sean de padres
europeos o africanos. Ya el criollo existe como tal. Hombre nuevo.
Nueva manera de sentir y de pensar. Humanista, latinista, espíritu
universal, la portentosa criolla Sor Juana Inés de la Cruz escribe
deliciosos tocotines en lengua indígena y villancicos en jerga de
negros, asimilándose el habla de razas que tan capitalmente
contribuyeron a la formación de nuestra cultura. Y Simón Rodríguez,
maestro del Libertador Simón Bolivar, habrá de escribir, en 1828,
en nueva afirmación de los valores de una criolledad que ya había
engendrado grandes guerras de independencia: “Los hijos de
españoles se parecen muy poco a sus padres.” América, según el
discípulo de Rousseau y traductor de Chateaubriand, “no es
España”. Y añade, en texto de 1840: “La América no ha de
imitar servilmente, sino ser original. La lengua, los tribunales, los
templos y las guitarras engañan al viajero. Se habla, se pleitea, se
reza y se tañe a la española, pero no como en España.” En el
criollo americano se manifiesta, desde muy temprano, una doble
preocupación: la de definirse a si mismo, la de afirmar su carácter
en realizaciones que reflejen su particular idiosincrasia, y la de
demostrarse a sí mismo y demostrar a los demás que no por ser
criollo ignora lo que ocurre en el resto del mundo, ni que por vivir
lejos de grandes centros intelectuales y artísticos carece de
información o es incapaz de entender y utilizar las técnicas que en
otros lugares están dando excelentes frutos. De ahí, su anhelo de
“estar al día” que habrá de integrarlo en los movimientos de la
época, promoviéndose un romanticismo americano cuando el
romanticismo arrastra las mejores mentes creadoras de Europa, o, en
nuestro siglo, una serie de vanguardismos estéticos que corresponden
(a veces con obras valiosísimas, como había ocurrido en los
románticos tiempos de Heredía y de Olmedo) a los futurismos,
abstraccionismos, expresionismos, surrealismos nacidos en Italia,
Francia o Alemania. Durante los siglos XV y XVIII, el alarde de buena
información, en la que se refiere al arte sonoro, se produce en las
iglesias, donde se produce una música religiosa abundante y de muy
buena factura que —tal el caso particularmente interesante de
Venezuela— llega a originar una verdadera escuela, con figuras de
muy fuerte personalidad. Pero ahí no se busca una expresión del
carácter nacional, puesto que tal empeño estaría reñido con el
necesario funcionalismo de las partituras. Se trata, sobre todo, de
responder bellamente, dignamente, a los requerimientos del culto,
aunque a veces (pero eso es excepción) la mano de maestro de
capilla, del kapellmeister, se suelte un poco, dando paso,
fugazmente, a alguna cadencia de ascendencia hispalense, o, en
villancicos pascuales de estilo festivo y más popular, asome el
acento criollo, aunque con mesura y sin recurrir jamás a los ritmos
locales —pudiendo citarse los “Villancico” del cubano Esteban
Salas (1725-1803) como ejemplo de ese “estilo libre”... Pero así
como la música religiosa es algo abandonada por los músicos
europeos del siglo XIX, la nuestra, de esa época, cae en franca
decadencia, ablandando y teatralizando el tono. Y ello respondía a
una contingencia general, puesto que, en la misma Europa, el teatro
lírico cobraba una importancia nunca vista, hasta el extremo de
constituirse en competencia desleal y arrolladora para la producción
sinfónica, y, sobre todo, para la música de cámara, reducida, esta
última, a la triste condición de pariente pobre, allí donde el
“Cuarteto”, omnipresente en el siglo anterior, es considerado,
durante largas años, como un mero ejercicio de escuela. Y la onda
operática habría, pues, de alcanzarnos, por nuestro laudable afán
de estar al día. No hubo centro musical latinoamericano de
importancia donde alguien no escribiese una ópera o varias óperas.
Óperas de asunto nacional generalmente (de tipo legendario,
histórico, épico, los temas no faltaban.. .), aunque, en cuanto a
la forma, al mecanismo dramático, al tratamiento vocal e
instrumental, fuesen fieles remedos de la ópera italiana, con alguna
grandilocuencia meyerbeeriana cuanto más ambicioso era el empeño.
En México, en Cuba, en Venezuela, proliferaron esas óperas, más
nacionalistas por el argumento que por el contenido, alcanzando esa
corriente, en algunos países, las dos primeras décadas de este
siglo. Pero de ese ciclo operático que respondía aún al espíritu
romántico (pues no nos referimos aquí, desde luego, a ciertas
partituras escritas después de 1920), sólo nos queda coma valor
real, antológico, altamente representativo, el eficiente y logrado
“Guaraní” de Carlos Gomes (1836-1896), ilustración perfecta del
género. Pero, pese al éxito de ciertas óperas nuestras (Gómez,
Gaspar Villate, etc.) que, pasando el Atlántico, sonaron en teatros
de Francia y de Italia, no era en los escenarios líricos donde
habíamos de buscar una expresión de lo criollo, sino en la
invención siempre fresca, viviente, renovada, de aquellos músicos
que serían discriminatoriamente calificados de semicultos, populares
o populacheros por ciertos compositores del futuro, harto ufanos de
su sabiduría y técnica. El primer gran best-seller mundial de la
música latinoamericana es, evidentemente, la habanera “Tú” del
cubano Eduardo Sánchez de Fuentes, cien veces editada y reeditada,
en América, Francia y España, desde la fecha de su composición
(1890). Pero convendría recordar que ya figuraba una habanera,
famosa entre todas, en Carmen de Bizet, escrita en 1875. Luego, la
habanera, nacida en La Habana, era ya un género de composición
cuando a sus giros se somete, quince años después, un músico culto
de Cuba. Género de composición que había empezado a sonar, casi
anónima, en bailes y fiestas, bajo el título (así es como aparece
en sus primeras ediciones) de danza habanera. Ocurría con ella lo
que se había producido con las zarabandas y chaconas mencionadas por
Cervantes y Lope de Vega que, surgidas natural y espontáneamente del
suelo americano, pasarían, por proceso de fijación y estilización,
al salón, al concierto y al teatro lírico. Después de la habanera
de Bizet, vinieron las habaneras de Debussy y de Ravel, del mismo
modo que el tango argentino, introducido en Europa en vísperas de la
primera guerra mundial, bailado ya por los personajes de Marcel
Proust, pasaria muy pronto, como género, a la obra de Stravinsky, de
Hindemith, de Darius Milhaud. Habanera, tango argentino, rumba,
guaracha, bolero, samba brasileña, fueron invadiendo el mundo con
sus ritmos, sus instrumentos típicos, sus ricos arsenales de
percusión hoy incorporados por derecho propio a la batería de los
conjuntos sinfónicos. Y ahora son músicas de México, de Venezuela,
de los Andes (y un tango renovado en sonoridad y estilo) las que se
escuchan en todas partes, con sus bandoneones, guitarras, quenas de
muy viejo abolengo, arpas llaneras... Música toda, debida a la
inventiva de músicos semicultos, populares, populacheros; o como
quieran llamarlos ciertos masteres de clerecía, doctos en artes de
armonía, contrapunto y fuga. Pero músicas que fueron mucho mas
útiles, para decir la verdad, a la afirmación de un acento nacional
nuestro, que ciertas “sinfonías” sobre temas indígenas,
incontables “rapsodias” orquestales de gran trasfondo folklórico,
“poemas sinfónicos” “de inspiración vernácula”
(tremendamente impresionistas, casi siempre...) que sólo quedan como
documentos, títulos de referencia, jalones de historia local, en los
archivos de conservatorios... Por que hay algo evidente: a la música
latinoamericana hay que aceptarla en bloque, tal y como es,
admitiéndose que sus más originales expresiones lo mismo pueden
salirle de la calle como venirle de las academias. En el pasado,
fueron tañedores campesinos, instrumentistas de arrabal, oscuros
guitarreros, pianistas de cine (como los que en Río de Janeiro
causaban la admiración de Darius Milhaud) quienes le dieron tarjetas
de identidad, empaque y estilo —y ahí está la diferencia
esencial, a nuestro juicio, entre la historia musical de Europa y la
historia musical de América Latina, donde, en épocas todavía
recientes, una buena canción local podía resultarnos de mayor
enriquecimiento estético que una sinfonía medianamente lograda que
nada añadía al bagaje sinfónico universal. Pero... ¿significa
esto, acaso, que hemos de minimizar el esfuerzo de quienes, con mucho
talento y a veces con grandes aciertos, trataron de elevar el nivel
de nuestra cultura musical? ¿Hemos de olvidar los nombres de tantos
y tantos fundadores de orquestas, de sociedades filarmónicas, de
coros, de conservatorios, de cuya labor podemos enorgullecernos?
¿Hemos de negar que, pese a una cierta impermeabilidad intelectual
frente a lo que cotidianamente les sonaba en las calles, algunos
exigentes maestros de fines del siglo pasado y comienzos del presente
nos dejaron partituras muy estimables que se siguen ejecutando, con
toda justicia, en nuestros conciertos, ya que contribuyeron a la
formación de nuestra conciencia estética, aun cuando no hayan
aportado gran cosa a la música universal? En modo alguno. Tales
figuras desempeñaron un hermoso papel en la historia de nuestra vida
artística... Pero, a la vez, debemos reconocer que, en nuestro
siglo, algunos compositores nuestros, más sensibles a una ecuménica
convergencia de energías ambientales —así viniesen de arriba o
viniesen de abajo— se situaron en niveles nunca alcanzados hasta la
aparición de sus personalidades. Así, el caso de Héctor
Villa-Lobos (1887-1959), arquetipo en genio y figura del gran
compositor latinoamericano, cuyas obras conocen, actualmente, un
éxito tal que muy pocos músicos de esta época podrían aventajarlo
en número de ejecuciones cotidianas de obras suyas, en conciertos,
espectáculos de ballet, emisiones de radio o televisión... Pero
obsérvese que cuando un músico nuestro alcanzó niveles cimeros,
ayer como hoy, fue siempre en perfecta armonía —valga el término—,
entendimiento y convivencia cordial con el autor de músicas menos
ambiciosas, destinadas al baile, el teatro sin pretensiones, o el
mero holgorio de cada día. Y es que este último fue siempre, desde
los días de la Conquista, el inventor primero de nuestros estilos
musicales. Estilos debidos —lo dijimos ya— a modos de cantar, de
tañer los instrumentos, de manejar la percusión, de acompañar las
voces; estilos debidos, más que nada, a la inflexión peculiar, al
acento, al giro, el lirismo, venidos de adentro ——factores éstos,
mucho más importantes que el material melódico en sí. Porque el
error de muchos compositores “nacionalistas” nuestros
consistió—como apuntamos antes— en creer que el tema, el
material melódico, hallados en campos o en arrabales, bastaban para
comunicar un carácter peculiar a sus obras, dejando de lado los
contextos de ejecución que eran, en realidad, lo verdaderamente
importante. Por otra parte, no debe aceptarse como dogma que el
compositor latinoamericano haya de desenvolverse forzosamente dentro
de una órbita nacionalista. Bastante maduros estamos ya —habiendo
dejado tras de nosotros ciertas ingenuidades implícitas en el
concepto mismo de “nacionalismo”— para enfrentarnos con las
tareas de búsqueda, de investigación, de experimentación, que son
los que, en todo momento de su historia, hacen avanzar el arte de los
sonidos, abriéndole veredas nuevas. Pero, en tales tareas, un buen
conocimiento del ámbito propio puede ser de suma utilidad. No
olvidemos que lo tambores afro-americanos, las maracas indias, las
claves xilofónicas nacidas en el puerto de La Habana, las marímbulas
y güiros de nuestros conjuntos populares —esos que llamábanse
“ministriles” en las Actas Capitulares de la Colonia— se
anticiparon en muchísimos años a los juegos de percusión a que son
tan aficionados los compositores modernos. (Sin ellos, hubiese sido
inconcebible una obra fundamental como lo es la Ionización de Edgar
Varèse). Y si, desde hace cincuenta años, los guitarristas nuestros
están enriqueciendo el repertorio de la guitarra con obras de un
inestimable valor, ello se debe a que la guitarra está sonando entre
nosotros —y no ha dejado de sonar— desde que nos vino de en las
naves de la Conquista. Como en tiempos de Cervantes y de Lope,
devolvemos, enriquecido y magnificado, lo que del Viejo Continente se
nos trajo... Y si, tras de una búsqueda audaz en el dominio de la
electrónica, de las nuevas técnicas, de “significantes” cada
vez más complejos, puede desaparecer, aparentemente, un cierto
acento nuestro, no hay que alarmarse por ello. —“Chassez le
naturel; i revient au galop” dijo alguien. Si el instrumento
electrónico, la sintetizadora, no tienen nacionalidad, quien los
maneja lleva la suya en las manos. Y la sensibilidad —la peculiar
sensibilidad de quien nació criollo— habrá de manifestarse
siempre, del mismo modo que, ya conocedores de los empeños y giros
nuevos del arte en este siglo, advertimos inequívocamente la
presencia del francés, del alemán o del italiano, en los
experimentos más arriesgados y espinosos de la música
contemporánea... Y en cuanto a folklore o no folklore, olvidemos
rebasadas polémicas, inútiles discusiones en torno al “ser o no
ser” sonoro, recordando la tajante frase de Héctor Villa-Lobos: “
¡ El folklore soy yo!”