miércoles, 22 de mayo de 2013

LO NO REPRESENTABLE


(Texto en base a reflexiones en torno a la obra La Clase Muerta de Kantor)



En el vertiginoso mundo moderno, son muchos los espacios y objetos que habitan nuestra sociedad, que al ser nombrados, simplemente enunciados, no nos producen ninguna extrañeza ni distanciamiento; ellos existen bajo la lógica de lo preestablecido y de la normalidad racionalista. En definitiva son lugares reales, asequibles, pero que aún así, no son comprobados empíricamente por la experiencia y son transportados a una realidad que sólo al ser recordada, pensada, nos parece real. 

Detenemos la experiencia para darle paso a la aceptación. 

Estos lugares y objetos rodean nuestra vida diaria, y no nos percatamos de lo irreales o poco comprobables que pueden ser. Debajo de tu cama, probablemente se encontrará el piso, pero pocas veces nos detenemos a revisarlo detenidamente si no es porque la experiencia sea urgente y vital; perder algo. Estos espacios y objetos poseen un carácter lógico y real,  pero si nos dedicamos a analizarlos existen en una especie de dimensión aparte. ¿Qué sucede con todas las esquinas de la ciudad que no pueden ser observadas al mismo tiempo?,  ¿que existirá detrás de los medidores de agua y luz, las grietas o las rocas que son colocadas de manera azarosa en algún lugar?. ¿Qué sucede con los casilleros cuando se les cierra por fuera, o con el refrigerador cuando está cerrado?. ¿Qué se esconderá en las azoteas inaccesibles en los techos de la capital, qué esconderán todas las mesas de  los colegios?. ¿Por qué estas atmósferas, que no conocemos empíricamente, se nos hacen fácil de imaginar, y podemos incluso predecir cómo reaccionaría nuestro cuerpo y mente sólo con el hecho de escuchar las circunstancias narradas de lo no habitual?. 

Son contadas con la mano las veces que nuestra existencia se relaciona con tales lugares. Sin embargo parece ser que las conocemos y/o las podemos representar. Será que son más las veces que nos encontramos bajo esos escenarios, pero debido al orden social, nos obligamos a olvidar o simplemente no valorar.  Será que la consciencia guarda estos momentos y sentimientos y nos ayudan a reconstruir estas sensaciones. Al parecer dentro de cada individuo se comparte un saber colectivo que perdura ante el orden mundial, un saber que no es comentado ni teorizado, pero que persiste en la naturalidad del ser humano. 

Muchas de esas sensaciones se relacionan también con diferentes estados cotidianos del acontecer humano, el malestar al tomar el metro, la sensación ingrata de despertar y aún estar soñando, la necesidad de omitir algún comentario que podría sonar incómodo, el ridículo con uno mismo, la vergüenza propia de nuestro actuar, el dolor, el placer por lo prohibido, todas estas experiencias que al no ser explicados, o exteriorizados de manera racional, se transportan de igual forma a otra dimensión. Todas estas pulsiones naturales sin explicaciones terminan siendo desligadas de la normalidad y que al llevarlas a la luz parecieran carecer de lógica y por lo tanto tienen una característica irreal. 

  Es urgente entonces presentar estas sensaciones y espacios,  hacer dialogar las sensaciones reales olvidadas, incómodas. De esta manera  las volvemos reales,  detener el ordenamiento de lo lógico, de lo bello, de lo aceptado moralmente. Expongamos entonces los espacios olvidados, no comentados. Reivindiquemos los espacios no comunes, que no dejan de ser igual de reales que los otros, por el simple hecho de apartarse de esta supuesta normalidad establecida. Reivindiquemos la experiencia, por el simple hecho de la existencia de las cosas. Se debe hacerse cargo de lo real, de lo concreto, pero no bajo un solo punto de vista. Si no quizás desde el más difícil, el menos claro o el con menos acceso. Hacer de lo más azaroso y banal, una experiencia real y existente. Hacer una representación teatral de lo real, en su espectro más amplio, más honesto.

En el capítulo de Hoy: La lógica del Bono.

Bonos para el tercer hijo, bonos para la jovencita que esta indecisa de si traer o no a su hijo al mundo, y así con un poco de platita ayudarla a decidir. ¿es realmente el país que queremos manejando las problemáticas de país con plata, y no saber contrarrestarlas con educación?
Me parece una vergüenza que el presidente de Chile o los aspirantes a serlo, sepan y reconozcan tan poco de las personas que está representando. Si ellos supieran algo del pueblo al que están a cargo, sabrían por ejemplo que tenemos unas de las alzas más grandes del embarazo adolescente y así a su vez, en abortos que con las condiciones reprochables a las que las mujeres nos tenemos que someter para poder interrumpir nuestro embarazo, son muchas las que terminan en muerte, y sin ninguna respuesta, ni solución, ni reflexión.
No es casualidad que este tema se trate de invisibilizar  tanto, haciéndonos creer que no es una realidad latente y que no representa a la mayoría, cuando hasta el más conservador nos puede reconocer que tiene un familiar, una amiga o una conocida que lo ha hecho o lo ha querido hacer y no ha sabido como. esta es una de las tantas problemáticas que nos hacen un país tan mediocre, y tan poco preocupados por su gente, no mirar el problema no hará que más mujeres se sigan muriendo a diario por no recibir un trato justo y digno por haber tomado una decisión que es parte de la libertad de cada mujer, al dar a luz cuando nosotras queramos hacerlo.
El bono que nos propone el candidato presidencial, nos sitúa nuevamente en el problema mirándolo por encima, y ya no sé si esto denota una falta total de conocimiento o una falta total de empatía. la adolescente que podría tener la opción de abortar, ahora podría tener la posibilidad de dar a luz a un hijo que no esta preparada para tener y que no quiere, teniendo una subvención por parte del estado, durante al menos 2 años. Ahora, ¿Quién nos asegura que un poco de plata por un par de años hará que este niño no deseado tenga una buena vida?. Y con esto, puedo pasar a hablar del bono del tercer hijo del presidente. las mujeres tenemos el derecho de tener tantos hijos como queramos y estemos en las condiciones de tener, (hablo de condiciones porque no es gratis mantener un hijo) pero como vamos a pensar que es posible, dar un incentivo a las parejas chilenas a que tengan un tercer hijo. cuando tienen un sueldo mínimo que con suerte les alcanza para tener una vida decente para ellos dos y un hijo. (a los más valientes dos). porque la concepción del hijo, no es el problema,  lo complicado es mantenerlo en Chile, cuando no tenemos una buena salud, la educación, la casa, el agua, y todo lo esencial para vivir, no esta garantizada y es absurdamente caro.
 
Los problemáticas que hemos arrastrado en un país tremendamente machista, conservador, neoliberal y capitalista, marca sin duda una sociedad que no da el espacio a la reflexión. 
Entonces nos queda a nosotros, a los que estamos viviendo día a día en la lucha y a nuestros pares e iguales no dejar que la demagogia de la politiquería barata nos siga consumiendo. el problema de fondo es la incrementada ignorancia y falta de educación, de esta gente que quiere manejar un país bajo la lógica del bono, haciéndonos seres inertes sin opinión ni derechos, incluyéndonos a todos en la lógica empresarial, de que todo problema se puede solucionar con dinero, y sin educación. porque la verdadera razón de este tipo de acciones es mantener a la gente durmiendo, que no reaccione, y que cada vez que se le ocurra alzar la voz, le soltamos un bono más para que no siga, sin atender el tema de fondo, lo que más ha destruido esta sociedad, que es seguir enmarcados en una lógica que no educa, que no es empática y que no razona, sino que sólo nos llena de parches en nuestras cadenas.

lunes, 20 de mayo de 2013

método



Confinados a la esperanza
Adictos a ella, nos sumergimos
Qué  esperar si nos abandona
Habrá que aferrarnos.

La inercia como guía nos aletarga
debemos avanzar, pero ¿hacia dónde?
¡quenonossobrepaselaincertidumbre!
Coordinarnos entre adictos deseosos de cambios
Con cautela, dicen, que los adictos son de temer
O,
Todos, pero cada uno por su cuenta, hace su propia revolución
Y luego solo las sumamos. bastará?
Moderados versus radicales
Pareciese que el problema es mayor

Al parecer el sistema nos ha superado
Y a un nivel irremediable: excluimos, como nos han excluido

La esperanza de cambio no es suficiente
Ha estado presente de antaño
Y aun así, parece alejarse
(al parecer, si ocurre ya no es esperanza)

Constancia, constancia, constancia
En abrir los ojos, el corazón y la mente
Pero de verdad
En educar y educarse
En gritar que nos están cagando,
Pero no solo en la calle; contarles a tus viejos,
Colegas, amigos, tías y a quien puedas
En amar, acoger, cultivar

En escucharnos

En sentir que somos cambio y,
Luchar, pero a diferencia de otras veces, pensando que lo lograremos
..
  

lunes, 1 de abril de 2013

América Latina en la confluencia de coordenadas históricas y su repercusión en la música, Alejo Carpentier


Para quien estudia la historia musical de Europa, el proceso de su desarrollo resulta lógico, continuado, ajustado a su propia organicidad, presentándose como una sucesión de técnicas, de escuelas ilustradas, por la presencia de creadores cimeros, hasta llegarse, a través de logros sucesivos, a las búsquedas más audaces del tiempo presente. Desde el momento en que los sonidos de voces o de instrumentos comienzan a ser fijados en signos legibles (sin tenernos que remontar a raíces más remotas cuyo examen requiere otro proceso analítico) puede seguirse, sin dudas ni vacilaciones, el ya larguísimo camino de su función artística, siglo a siglo, con ayuda de una amplia literatura teórica —textos y tratados— correspondiente a cada época. El origen y crecimiento de la polifonía, la estructuración de formas, la afirmación de los estilos y géneros, la biografía particular de los instrumentos, la formación y desarrollo de la orquesta sinfónica, de la ópera, de drama lírico, se integran en un encadenamiento de hechos perfectamente coherente y claro —por no decir dialéctico—, allí donde cada innovación responde a una necesidad, cada personalidad desempeña un papel de mayor o menor importancia en cuanto a eficiencia composicional o aportación estética. En más de diez siglos de música europea, no hay misterios ni accidentes. Enriquecimiento gradual, si, debido al intercambio de ideas, la polémica estimulante, y un mayor conocimiento del mundo... Los compositores europeos que más presumieron de revolucionarios se apresuraron siempre, al exponer sus conceptos, a demostrar que tenían antecesores en siglos pasados, buscándose abuelos, a veces, en el mismo Medioevo. Si Monteverdi, Gabrieli, o Guillaume de Machaut o el viejo Perotino vinieron a salir de un largo olvido en este siglo xx, ello se debe en mucho, no hay que olvidarlo, al culto repentinamente rendido a su memoria por parte de músicos contemporáneos nuestros que se las daban de “vanguardistas” —aunque sin rechazar, en bloque, la herencia de una tradición, por aquello de que, como bien lo dijo Stravinsky: “Una tradición verdadera no es el testimonio de tiempo pasado transcurrido; es una fuerza viviente que anima e informa el presente.” 

Cuando nos enfrentamos con la música latinoamericana, en cambio, nos encontramos con que ésta no se desarrolla en función de los mismos valores y hechos culturales, obedeciendo a fenómenos, aportaciones, impulsos, debidos a factores de crecimiento, pulsiones anímicas, estratos raciales, injertos y trasplantes, que resultan insólitos para quien pretenda aplicar determinados métodos al análisis de un arte regido por un constante rejuego de confrontaciones entre lo propio y lo ajeno, lo autóctono y lo importado. Hoy, por ejemplo, nos resulta mucho más fácil entender y explicar la obra de un Schoenberg —pongamos por caso— que la de un Héctor Villa-Lobos. EI maestro vienés es cabo de raza de una muy añeja familia intelectual; el maestro brasilero, en cambio, es una fuerza natural que irrumpe en el panorama artístico de un continente sin que nada anunciase su llegada —puesto que las músicas escritas en su país, en décadas anteriores, no se le constituían en antecedentes. El atonalismo es una resultante cabal —casi inevitable— de lo que venian haciendo, en Europa Central, los músicos de fines del siglo XIX. La obra de Villa-Lobos, en cambio, es un caso fenomenal, espontáneo, sorpresivo, por cuanto resulta un producto aparentemente imposible de lo primigenio y telúrico amaridado con las técnicas más avanzadas que, en una época, pudieron venirnos de Viejo Continente. Se nos dirá, desde luego, que tal simbiosis se observa en la obra de todos los compositores que, en esta época, aquí o allá, trabajaron con materiales folklóricos. Pero debe reconocerse que la “onda folklórica” que recorrió el mundo entero —puesto que tanto se observó en Europa, como en los Estados Unidos y América Latina— en los años 1920-40, fue en realidad de muy corta duración, dejando, como creaciones válidas, duraderas, conservadas (y ejecutadas, que es lo más importante) aquéllas que, desprendiéndose del documento cazado a punta de lápiz, mejor expresaron la verdad profunda del compositor, de modo a menudo metafórico, exento de todo “tipicismo”, sin que esto excluyera un sustrato racial —significado nacido entre fronteras pero fijado en un significante de alcance universal. Y ese desprenderse del folklore, salvaguardando sin embargo las pulsiones auténticas del ente creador, es tendencia que se observa, actualmente, en los mejores músicos de las nuevas generaciones latinoamericanas. No queremos citar nombres por no incurrir en omisiones debidas al hecho de que, en muchos países nuestros, la edición de partituras y de discos apenas si empieza a manifestarse en una actividad continuada —cuando no carecen totalmente los compositores de tales medios de difusión de sus obras. Pero, anticipándonos a quienes vengan a objetar que el interés despertado en los jóvenes por las técnicas nuevas —incluyendo la música electrónica— viene a destruir todo acento racial, responderemos que en numerosísimas obras de compositores cuyos nombres no habrán de citarse aquí (por no establecer una tabla de valores favorecedora de quienes ya disponen de imprentas y equipos grabadores para difundir su música), se percibe siempre un dejo nacional, más o menos marcado, tras del medio de expresión escogido. En partituras al parecer “cosmopolitas” por el aspecto exterior, corre sangre de tal o cual país de nuestro continente. Es, aquí, un modo de usar la percusión; es, allá, el impulso rítmico; es, más allá, el asomo de una escala, de una cadencia caracteristística, de una sonoridad peculiar; o bien, el “collage” revelador, la índole del trazo, el humorismo del decir, la melancolía de un clima. 0, simplemente, e contenido de un texto claro, imprecatorio, vengador, clamada por un cantante o por un coro.. . .No se es “nacional” o “nacionalista” por citar un tema folklórico. Una melodía presentada por un famoso musicólego argentino, en libro suyo, come tema de “candombe” colonial, es cantada en México, en tiempo más lento, como canción sentimental. Una conocida romanza colombiana pasó por cubana, durante mucho tiempo, al ser reeditada en La Habana, con ligeras modificaciones rítmicas en el acompañamiento... Cuando Debussy y Ravel escribieron “habaneras”, siguieron siendo tan franceses como franceses eran los “salvajes” de América que hizo bailar Rameau en sus “Indias Galantes”. El “Dies Irae” del canto gregoriano resulta un magnífico tango argentino cuando es tocado, en bandoneón, con rítmo porteño... Si el hábito no hace al monje, el tema, en música, no basta para validar una tarjeta de identidad. Los compositores europeos de los siglos XVII y XVIII (clásicos por antonomasia, según nuestros tratados, aunque ellos jamás se barruntaron que llegarían a ser “clásicos” algún día, del mismo mode que nunca se sintieron medioevales nuestros tremebundos “caballeros medioevales”...), vivieron siempre ajenos a una cierta jerarquización de la música que sólo viene a producirse en la historia del arte de las sonidos hace un poco más de cien años. Nos referimos a aquella que levanta fronteras entre la música culta y la música popular (no confundiéndose la segunda, desde luego, con aquellas expresiones que, a partir de Herder, se consideraron como folklore). Para el compositor clásico —aceptemos momentáneamente el término por su virtud generalizadora— no existía una música culta diferenciada de la música popular. EI artista creador, dueño de sus técnicas, dominaba todos los géneros, escribiendo música que respondiera a tal o cual pedido o requerimiento —destacándose, por supuesto, en aquello que fuese más afín a su temperamento. 




Cuando la Iglesia solicitaba sus servicios, escribia una música litúrgica o festiva, según el carácter de la ceremonia a que estaba destinada. Cuando una aristocracia inteligente lo invitaba a hacerlo, escribía finos madrigales, canciones, pastorelas, al gusto del día. A la hermosa dama que tañía el laud o el clavicémbalo, dedicaba preciosas páginas concebidas para el instrumento. Para ganar dinero, escribía óperas, probando sus fuerzas tanto en lo trágico como en lo bufo. Y, cuando había que hacer bailar a la gente, de sus alforjas sonoras sacaba chaconas, pavanas, zarabandas, minuetos y hasta unas “moriscas” que, en su época, respondían a algo así como la “música pop” de hoy... De todo escribía nuestro compositor, sin creer que se rebajaba cuando, en un caso determinado, se tratara de producir música agradable o de un estilo ligero. Todo estaba en escribir lo mejor posible, observando, en cualquier oportunidad, las mejores reglas del arte. Nunca se preguntó Mozart si sus deliciosas “Contradanzas” eran cosa de música popular; tampoco el muy docto Martini cuando puso música al Plaisir d’amour de Florian, sin poder imaginarse, desde luego, que su canción estaría presente todavía, dos siglos después, en la memoria de todos los franceses. Antón Diabelli, aunque muy especializado en la música religiosa, no creía rebajarse al componer un “Vals” sobre el cual escribiría Beethoven las monumentales “Variaciones” que tan alto lugar ocupan en su obra. Pero una cierta jerarquización de la música se va advirtiendo en Europa en la segunda mitad del siglo pasado, ante el creciente favor que conocen la opereta y la llamada “música de salón” —término inconcebible para un Monteverdi, un Couperin, para quienes “el salón” era, precisamente, el lugar donde se hacia la mejor música posible, fuera del teatro y de la iglesia. Pero, un hecho era cierto: desprendiéndose de la ópera bufa de tiempos pasados, la opereta cobra una importancia nueva (opereta que es el anuncio de la “revista” moderna, de la “musical comedy” norteamericana, de “tour de chant” francés). Quien no se siente llevado a plantearse grandes problemas de creación, permanece juiciosamente en terreno que puede cultivar con éxito. Reconoce lealmente, sin el menor complejo, que sólo compone “música ligera”... A la vez, con su famoso eslogan de “la música del futuro”, Wagner crea el concepto de la “vanguardia”. Habrá pues, una música difícil, avanzada sobre su época —revolucionaria a su manera—, y una música tradicionalista, fácil de asimilar, directa y amable, que el público acoge, acaso, con aplausos más espontáneos. Pero no por ello despreciarán los músicos difíciles la producción de sus colegas fáciles. En nada molesta a Debussy la existencia de un Massenet. Altamente estimaba Ravel la música de Gershwin en sus aspectos más directos y fieles al jazz... Pero hay más: muchos ignoran seguramente que Arnold Schoenberg, Alban Berg y Anton Webern, los tres terribles vieneses, hicieron primorosas trascripciones, para pequeños conjuntos, de varios valses de Johann Strauss, que presentaron, ellos mismos, en una Walzer Abend, ofrecida en 1921. Honegger elogiaba sin reservas a Maurice Yvain, el autor de Mon Homme, en tanto que Darius Milhaud calificaba de “admirable” la Valencia de Padilla... Pero de muy distinto modo ocurrían las cosas en la América Latina de aquellos años. Allí donde las calles resonaban de tangos, rumbas, sones, bambucos, guarachas, boleros y mariachis, la hostilidad de ciertos músicos serios, sinfonistas, profesores de conservatorios, hacia la llamada “música ligera”, llegaba a cobrar caracteres inquisitoriales. Una hostilidad venida de lo alto fulminaba cuanto se manifestara en modesta —aunque a veces muy afortunada— expresión debida a viejas tradiciones rítmicas y melódicas, de las que “andaban en boca de las gentes” —como hubiese dicho, refiriéndose al romance, el trujamán del Retablo de Maese Pedro— y que, por lo mismo, mucho gustaban a “las gentes”. Y, puestos en el disparadero de clasificar las tantísimas músicas que en las ciudades, pueblos y campos sonaban, llevando una vida propia, ignorante de criticas doctas, los músicos que harto se tomaban en serio llegaron a establecer, aquí y allá, en tierras de nuestro continente, una increíble clasificación y escala de géneros que comprendía: a] la música culta; b] la música semiculta (?), estas últimas entendidas en algunos lugares como “música clásica” y “semiclásica” (!), lo cual alcanza el absurdo por una total imposibilidad de deslinde; c] música popular; d] música populachera (sic); e] música folklórica, tratada con una deferencia un tanto abstracta e intelectual hacia el hombre de huarache y alpargata, quena y guitarrico (Herder y Nerval nos habían enseñado a respetarlo. ..), sin separar ese folklore un tanto elaborado ya por ejecutantes inspirados, dotados de prodigiosa invención rítmica y melódica, del documento etnográfico, ofrecido en términos de notación metódica y científica, tal como se nos presentan numerosos cantos y sones de indios selváticos americanos en el libro Vom Roraima zum Orinoco (1923) del explorador Theodor Koch-Grünberg.

 Invirtiendo la escala de valores establecida por compositores latinoamericanos cuyas obras quedaron, por lo general, al margen de la historia de la música universal —esa es la triste verdad— nos encontramos con que, por parte de ellos, hubo un malentendido inicial en cuanto a los enfoques de la música un tanto respetuosamente calificada por ellos de folklórica —o bien, llevando más adelante una casuística divisionista de lo elemental dentro de lo elemental, de “folklore-al-estado-puro”. Pero no vieron esos menesteres de clerecía que cuando una música se nos muestra “en estado puro” de función ritual primigenia, no puede ser considerada todavía como música, puesto que ahí el significante responde a un significado debido a nociones que hemos perdido. Ocurre con ello lo que con la escultura de tiempos remotos, contemplada por Malraux, cuando nos dice que una estatua (es decir: obra de arte), fue otra cosa: personificación inteligible de la Divinidad, objeto de culto, materialización de un concepto difícilmente asible, modo de acceso a la Trascendencia. Así, la música fue música antes de ser música. Pero fue música muy distinta de lo que hoy tenemos por música deparadora de un goce estético. Fue plegaria, acción de gracia, encantación, ensalmo, magia, narración escandida, liturgia, poesía, poesía-danza, psicodrama, antes de cobrar (por decadencia de sus funciones más bien que por adquisición de nuevas dignidades) categoría artística. Quienes atribuyen un valor artístico a ciertos documentos etnográficos americanos andan errados, desvirtuando lo que, primitivamente, servía a otra cosa. Buscan temas, melodías (bellísimos, a veces, cuando se los separa arbitrariamente de su contexto, lo cual es, de todos modos, una mutilación...) sin entender que en la expresión sonora de tales temas, de tales melodías, más importantes son los factores de insistencia, de repetición, de interminable vuelta sobre lo mismo, de un efecto hipnótico producido por reiteración y anáfora, durante horas, que el melos entrevisto paternalmente por quienes cargan con sus contrapuntos y fugas adquiridos en el Conservatorio... Además hay otro “folklore-al-estado-puro” que es parte integrante de un medio propio de donde no se le puede desplazar. Los “cantos de ordeño”, clamados por una voz masculina en la vastedad de llano venezolano, por ejemplo, tienen una dimensión, una fuerza, una resonancia, que se pierden totalmente en una sala de conciertos donde, por añadidura, se les calza con un acompañamiento orquestal donde unos instrumentos desconocidos por el pueblo resultan casi cómicamente ajenos a lo acompañado... Igual ocurre con las porfías de decimistas, remotamente debidas al Medioevo español y que perduran en muchos países de América Latina —y que, según Menéndez Pidal, se conocían, en sus orígenes, por “recuestas o disputa de dos trovadores”... Tales recuestas descansaban en melodías tremendamente monótonas y repetidas, por lo general, puesto que no tenían más función que la de fijar límites y encuadres a la improvisación. Esto, llevado a sinfonías o a cantata, pierde todo carácter y utilidad. Se vuelve esqueleto, donde hubo carne; academismo del peor, mala profesión de fe nacionalista, donde hubo visión de inmensidad y música de entrañas, anterior a la música destinada a quienes pueden adquirir una buena localidad de teatro para “verle las manos” al gran pianista o director de turno. En Europa el “folklore-al-estado-puro” —para usar otra vez de una expresión falsa pero útilmente generalizadora— había desaparecido hacía mucho tiempo cuando nacieron músicos de formación clerical o “ars nova”, poseedores de un verdadero sistema de notación. Pero, aunque hubiese existido aún, ese folklore no les habría interesado. El que les viene a llamar la atención, en vísperas del Renacimiento, pasando a veces a sus propias obras, es materia ya muy elaborada por “ministriles” que, a falta de mucha ciencia, tenían intuición y gracia, y sabían valerse hábilmente de sus voces e instrumentos. (Cuando Bach, más tarde, trabajará sobre viejos corales alemanes, esos materiales estarán ya sumamente elaborados y decantados antes de llegar a sus manos...) En América Latina ocurría algo semejante, en cuanto a la presencia de una expresión musical directa y espontánea, con la sola diferencia de que el músico “sabio” se niega a tomarla en serio, rehusándose —aunque hay excepciones honrosas— a aceptar sus múltiples enseñanzas. Y sin embargo, esa música, salida a veces de aldeas lejanas, traída a las ciudades, instalada en las suburbios de capitales, metida en los bailes; música viva, inventiva, cada día renovada, se estaba corporizando, integrando, dibujando sus propios perfiles, ascendiendo, subiendo, invadiendo, conquistando públicos para gran despecho de quienes se creían muy superiores a lo que sólo veían como bullangueras trivialidades. Y, sin embargo, no era tan sólo un pintoresco guirigay o que así se les echaba encima. No era ocurrencia de ignaros ni de incultos lo que ya se iba colando en los salones por impulso de una irresistible energía rítmica. Era ya un arte de formas fijadas, de estilos definidos, de inflexiones codificadas, que se iba produciendo, a base de modelos remotos, en el ámbito de las urbes. Las contradanzas, danzas, habaneras, canciones, “puntos”, ahora editados, y que ahora recorrían su espacio continental con tanta fortuna que a menudo pasaban a Europa, era obra de músicos que, sabiendo a menudo cómo había de escribirse la música “culta”, preferían permanecer semicultos —y a veces hasta populares y hasta populacheros en la expresión. Habían elegido ese camino —acaso el más sensato— ante el peligro de desnucarse en una posible Tetralogía de tipo incaico o azteca —que “asuntos” no faltaban para ello, con buenos coros de caballeros águilas o de vestales del Cuzco enamoradas de algún lugarteniente de Pizarro. Tenían la ventaja, además, esos músicos, de abrevarse en las fuentes de una larga tradición, única existente donde, en punto a música culta, sólo se conocía la música religiosa escuchada en las templos cristianos, y que, por su carácter, era impropia para alimentar una música profana necesaria a la vida del hombre, por cuanto se asociaba a sus bailes, celebraciones, holgorios y “alegrías” brillantemente celebrados en toda América en jubilosa observancia de una Real Orden que invitaba las poblaciones a entregarse, en tal día, a diversiones de baile, canto, mascaradas y teatro...

                                                                                                       Alejo Carpentier


En 1608, el poeta Silvestre de Balboa, al narrarnos, en su poema “Espejo de Paciencia”, una fiesta dada en la muy cubana villa de Bayamo para celebrar la liberación del buen obispo Fray Juan de las Cabezas Altamirano, secuestrado, tiempo atrás, por el pirata francés Gilberto Girón, nos habla del concierto armado por los vecinos de la naciente urbe con instrumentos tales como: zampoñas, rabeles, albogues, “adufes ministriles”. Es interesante señalar que algunos de los instrumentos mencionados son los mismos que aparecen en el Libro de buen amor (1343) del Arcipreste de Hita. También en los versos del excelente Juan Ruiz se habla de zampoñas, rabeles, albogues y “panderos” que son los “adufes” de Balboa. El poeta de Cuba nos dice, además, que algunos, en su fiesta, cantaban “de dos en dos, a solas”, canto en dúo cantaban también las doctas aves de Gonzalo de Berceo (1196 ? - 1268?) anunciando los tres autores, el de Indias y los dos de España, el hábito futuro de cantar a “prima” y “segunda” que aún se observa en las Antillas y en tantísimos lugares de América. Pero lo que ni Berceo ni el Arcipreste pudieron barruntarse es que, en el concierto de Balboa, sería enriquecida la orquesta por “tipinaguas” indias, “tamboriles” tocados por manos de negros, y “marugas” que serían idénticas a las “maracas” descritas por el Padre Jeán de Lery (Le voyage au Brésil - 1556-58) y que fue un instrumento tan universalmente americano (hoy incorporado al arsenal de la batería sinfónica) que aparece, tocado por un ángel, en más de un “concierto celestial” esculpido por artesanos coloniales en santuarios barrocos de nuestro continente. Así, los instrumentos de Europa, de África y de América, se habían encontrado, mezclado, concertado, en ese prodigioso crisol de civilizaciones, encrucijada planetaria, lugar de sincretismos, trasculturaciones, simbiosis de músicas aún muy primigenias o ya muy elaboradas, que era el Nuevo Mundo. El ya viejo romance hispánico se mezclaba con las percusiones africanas, y con elementos de expresión sonora debidas al indio —aunque, en lo melódico, en el melos, el indio permaneciera más fiel a las ancestrales tradiciones de escalas (y esto se observa todavía a todo lo largo del espinazo andino) distintas del sistema en que estaban concebidas las músicas venidas de Europa... Pero el hecho fue que, de repente, la Iberia de donde habían salido los conquistadores —la de “los parientes que habían quedado en casa” sin solicitar su reglamentario asiento en los registros de pasajeros a Indias de la Casa de la Contratación de Sevilla— se vieron invadidos por unas “endiabladas zarabandas” que, al decir de Cervantes (véase: El celoso extremeño) eran “nuevas en España”. Y, con las diabólicas zarabandas, una chacona, no menos remeneada, que, según Lope de Vega: “De las Indias a Sevilla — ha venido por la posta”. Y, tras de esto, un “fandango” que, según el Diccionario de Autoridades, era “baile introducido por los que han estado en los reinos de Indias y que se hace al son de un tañido muy alegre y festivo”. Danzas mulatas, danzas mestizas —¡ y a mucha honra !—, danzas alegres, música bastante “pop” para la época, que el Padre Mariana (1536- 1623) condenaría en su austero “Tratado contra los juegos públicos”, afirmando que “la zarabanda era tan lasciva en sus letras, tan impúdica en sus movimientos, que bastaba para incendiar el ánimo de la gente —aun de las más honestas”. Pero tal poder de penetración tendría la bullanguera novedad venida de Indias, que Cervantes llega a hablarnos de unas “zarabandas a lo divino” que se habían colado en las iglesias, promoviendo, a fines del reinado de Felipe II un severo interdicto —muy poco observado, en realidad.. . — que se nos hace más claro cuando sabemos que, en Cuba, a mediados del siglo XVII, el obispo Vara Calderón se vería obligado a prohibir que se diesen “bailes públicos en las Iglesias” (sic) y que se alquilaran negras y mulatas “para que gimieran en los funerales”. España nos había mandado el romance y el contrapunto (Silvestre de Balboa nos habla de un motete compuesto y cantado en Bayamo en 1604), en tanto que las partituras del admirable Francisco Guerrero sonaban ya en nuestros templos, donde sus obras eran preferidas a las de otros maestros peninsulares, acaso porque el músico sevillano, de temperamento más liviano que el dramático y ascético Morales, era muy aficionado a componer canciones y villanescas... Pero nosotros, a cambio, mandábamos ya a España, en los tempranos días de nuestra colonización (colonización muy relativa, en fin de cuentas, si se la estudia a la luz de una dialéctica más actual .) una música dotada de caracteres propios que no tardaría en universalizarse... Faltaban pocos años para que el Cardenal de Richelieu bailara la zarabanda con Ana de Austria —aunque zarabanda llevada en tiempo más grave y con menos “lascivia”, seguramente, que las que tanto hubiesen escandalizado al buen Padre Mariana. Una palabra nueva en nuestro idioma se articula, por vez primera, en una Geografia y descripción universal de las Indias de Juan López de Velazco, escrita en México entre los años 1571-1574: la palabra criollo. Y, tras de la palabra, la graciosa explicación: “Los españoles que pasan a aquellas partes y están en ellas mucho tiempo, con la mutación del cielo y del temperamento de las regiones aun no dejan de recibir alguna diferencia en el color y calidad de sus personas; pero los que nacen de ellos, que llaman criollos, y en todo son tenidos y habidos por españoles, conocidamente salen ya diferenciados en el color y el tamaño... “Acuñada queda la palabra, cuya presencia rastrea el investigador José Juan Arrom en numerosos documentos comerciales y eclesiásticos redactados en las postrimerías del siglo XV. Pero ya, en fanfarria de pequeña epopeya local, son alabadas las virtudes de valentía e inteligencia del criollo, así sea blanco, así sea negro, en el “Espejo de Paciencia” cubano de 1608... Hablando de un mundo lejanísimo de las Antillas, el Inca Garcilaso nos señala, un año después, en sus Comentarios Reales, que así llaman los españoles a los nacidos en el Nuevo Mundo, así sean de padres europeos o africanos. Ya el criollo existe como tal. Hombre nuevo. Nueva manera de sentir y de pensar. Humanista, latinista, espíritu universal, la portentosa criolla Sor Juana Inés de la Cruz escribe deliciosos tocotines en lengua indígena y villancicos en jerga de negros, asimilándose el habla de razas que tan capitalmente contribuyeron a la formación de nuestra cultura. Y Simón Rodríguez, maestro del Libertador Simón Bolivar, habrá de escribir, en 1828, en nueva afirmación de los valores de una criolledad que ya había engendrado grandes guerras de independencia: “Los hijos de españoles se parecen muy poco a sus padres.” América, según el discípulo de Rousseau y traductor de Chateaubriand, “no es España”. Y añade, en texto de 1840: “La América no ha de imitar servilmente, sino ser original. La lengua, los tribunales, los templos y las guitarras engañan al viajero. Se habla, se pleitea, se reza y se tañe a la española, pero no como en España.” En el criollo americano se manifiesta, desde muy temprano, una doble preocupación: la de definirse a si mismo, la de afirmar su carácter en realizaciones que reflejen su particular idiosincrasia, y la de demostrarse a sí mismo y demostrar a los demás que no por ser criollo ignora lo que ocurre en el resto del mundo, ni que por vivir lejos de grandes centros intelectuales y artísticos carece de información o es incapaz de entender y utilizar las técnicas que en otros lugares están dando excelentes frutos. De ahí, su anhelo de “estar al día” que habrá de integrarlo en los movimientos de la época, promoviéndose un romanticismo americano cuando el romanticismo arrastra las mejores mentes creadoras de Europa, o, en nuestro siglo, una serie de vanguardismos estéticos que corresponden (a veces con obras valiosísimas, como había ocurrido en los románticos tiempos de Heredía y de Olmedo) a los futurismos, abstraccionismos, expresionismos, surrealismos nacidos en Italia, Francia o Alemania. Durante los siglos XV y XVIII, el alarde de buena información, en la que se refiere al arte sonoro, se produce en las iglesias, donde se produce una música religiosa abundante y de muy buena factura que —tal el caso particularmente interesante de Venezuela— llega a originar una verdadera escuela, con figuras de muy fuerte personalidad. Pero ahí no se busca una expresión del carácter nacional, puesto que tal empeño estaría reñido con el necesario funcionalismo de las partituras. Se trata, sobre todo, de responder bellamente, dignamente, a los requerimientos del culto, aunque a veces (pero eso es excepción) la mano de maestro de capilla, del kapellmeister, se suelte un poco, dando paso, fugazmente, a alguna cadencia de ascendencia hispalense, o, en villancicos pascuales de estilo festivo y más popular, asome el acento criollo, aunque con mesura y sin recurrir jamás a los ritmos locales —pudiendo citarse los “Villancico” del cubano Esteban Salas (1725-1803) como ejemplo de ese “estilo libre”... Pero así como la música religiosa es algo abandonada por los músicos europeos del siglo XIX, la nuestra, de esa época, cae en franca decadencia, ablandando y teatralizando el tono. Y ello respondía a una contingencia general, puesto que, en la misma Europa, el teatro lírico cobraba una importancia nunca vista, hasta el extremo de constituirse en competencia desleal y arrolladora para la producción sinfónica, y, sobre todo, para la música de cámara, reducida, esta última, a la triste condición de pariente pobre, allí donde el “Cuarteto”, omnipresente en el siglo anterior, es considerado, durante largas años, como un mero ejercicio de escuela. Y la onda operática habría, pues, de alcanzarnos, por nuestro laudable afán de estar al día. No hubo centro musical latinoamericano de importancia donde alguien no escribiese una ópera o varias óperas. Óperas de asunto nacional generalmente (de tipo legendario, histórico, épico, los temas no faltaban.. .), aunque, en cuanto a la forma, al mecanismo dramático, al tratamiento vocal e instrumental, fuesen fieles remedos de la ópera italiana, con alguna grandilocuencia meyerbeeriana cuanto más ambicioso era el empeño. En México, en Cuba, en Venezuela, proliferaron esas óperas, más nacionalistas por el argumento que por el contenido, alcanzando esa corriente, en algunos países, las dos primeras décadas de este siglo. Pero de ese ciclo operático que respondía aún al espíritu romántico (pues no nos referimos aquí, desde luego, a ciertas partituras escritas después de 1920), sólo nos queda coma valor real, antológico, altamente representativo, el eficiente y logrado “Guaraní” de Carlos Gomes (1836-1896), ilustración perfecta del género. Pero, pese al éxito de ciertas óperas nuestras (Gómez, Gaspar Villate, etc.) que, pasando el Atlántico, sonaron en teatros de Francia y de Italia, no era en los escenarios líricos donde habíamos de buscar una expresión de lo criollo, sino en la invención siempre fresca, viviente, renovada, de aquellos músicos que serían discriminatoriamente calificados de semicultos, populares o populacheros por ciertos compositores del futuro, harto ufanos de su sabiduría y técnica. El primer gran best-seller mundial de la música latinoamericana es, evidentemente, la habanera “Tú” del cubano Eduardo Sánchez de Fuentes, cien veces editada y reeditada, en América, Francia y España, desde la fecha de su composición (1890). Pero convendría recordar que ya figuraba una habanera, famosa entre todas, en Carmen de Bizet, escrita en 1875. Luego, la habanera, nacida en La Habana, era ya un género de composición cuando a sus giros se somete, quince años después, un músico culto de Cuba. Género de composición que había empezado a sonar, casi anónima, en bailes y fiestas, bajo el título (así es como aparece en sus primeras ediciones) de danza habanera. Ocurría con ella lo que se había producido con las zarabandas y chaconas mencionadas por Cervantes y Lope de Vega que, surgidas natural y espontáneamente del suelo americano, pasarían, por proceso de fijación y estilización, al salón, al concierto y al teatro lírico. Después de la habanera de Bizet, vinieron las habaneras de Debussy y de Ravel, del mismo modo que el tango argentino, introducido en Europa en vísperas de la primera guerra mundial, bailado ya por los personajes de Marcel Proust, pasaria muy pronto, como género, a la obra de Stravinsky, de Hindemith, de Darius Milhaud. Habanera, tango argentino, rumba, guaracha, bolero, samba brasileña, fueron invadiendo el mundo con sus ritmos, sus instrumentos típicos, sus ricos arsenales de percusión hoy incorporados por derecho propio a la batería de los conjuntos sinfónicos. Y ahora son músicas de México, de Venezuela, de los Andes (y un tango renovado en sonoridad y estilo) las que se escuchan en todas partes, con sus bandoneones, guitarras, quenas de muy viejo abolengo, arpas llaneras... Música toda, debida a la inventiva de músicos semicultos, populares, populacheros; o como quieran llamarlos ciertos masteres de clerecía, doctos en artes de armonía, contrapunto y fuga. Pero músicas que fueron mucho mas útiles, para decir la verdad, a la afirmación de un acento nacional nuestro, que ciertas “sinfonías” sobre temas indígenas, incontables “rapsodias” orquestales de gran trasfondo folklórico, “poemas sinfónicos” “de inspiración vernácula” (tremendamente impresionistas, casi siempre...) que sólo quedan como documentos, títulos de referencia, jalones de historia local, en los archivos de conservatorios... Por que hay algo evidente: a la música latinoamericana hay que aceptarla en bloque, tal y como es, admitiéndose que sus más originales expresiones lo mismo pueden salirle de la calle como venirle de las academias. En el pasado, fueron tañedores campesinos, instrumentistas de arrabal, oscuros guitarreros, pianistas de cine (como los que en Río de Janeiro causaban la admiración de Darius Milhaud) quienes le dieron tarjetas de identidad, empaque y estilo —y ahí está la diferencia esencial, a nuestro juicio, entre la historia musical de Europa y la historia musical de América Latina, donde, en épocas todavía recientes, una buena canción local podía resultarnos de mayor enriquecimiento estético que una sinfonía medianamente lograda que nada añadía al bagaje sinfónico universal. Pero... ¿significa esto, acaso, que hemos de minimizar el esfuerzo de quienes, con mucho talento y a veces con grandes aciertos, trataron de elevar el nivel de nuestra cultura musical? ¿Hemos de olvidar los nombres de tantos y tantos fundadores de orquestas, de sociedades filarmónicas, de coros, de conservatorios, de cuya labor podemos enorgullecernos? ¿Hemos de negar que, pese a una cierta impermeabilidad intelectual frente a lo que cotidianamente les sonaba en las calles, algunos exigentes maestros de fines del siglo pasado y comienzos del presente nos dejaron partituras muy estimables que se siguen ejecutando, con toda justicia, en nuestros conciertos, ya que contribuyeron a la formación de nuestra conciencia estética, aun cuando no hayan aportado gran cosa a la música universal? En modo alguno. Tales figuras desempeñaron un hermoso papel en la historia de nuestra vida artística... Pero, a la vez, debemos reconocer que, en nuestro siglo, algunos compositores nuestros, más sensibles a una ecuménica convergencia de energías ambientales —así viniesen de arriba o viniesen de abajo— se situaron en niveles nunca alcanzados hasta la aparición de sus personalidades. Así, el caso de Héctor Villa-Lobos (1887-1959), arquetipo en genio y figura del gran compositor latinoamericano, cuyas obras conocen, actualmente, un éxito tal que muy pocos músicos de esta época podrían aventajarlo en número de ejecuciones cotidianas de obras suyas, en conciertos, espectáculos de ballet, emisiones de radio o televisión... Pero obsérvese que cuando un músico nuestro alcanzó niveles cimeros, ayer como hoy, fue siempre en perfecta armonía —valga el término—, entendimiento y convivencia cordial con el autor de músicas menos ambiciosas, destinadas al baile, el teatro sin pretensiones, o el mero holgorio de cada día. Y es que este último fue siempre, desde los días de la Conquista, el inventor primero de nuestros estilos musicales. Estilos debidos —lo dijimos ya— a modos de cantar, de tañer los instrumentos, de manejar la percusión, de acompañar las voces; estilos debidos, más que nada, a la inflexión peculiar, al acento, al giro, el lirismo, venidos de adentro ——factores éstos, mucho más importantes que el material melódico en sí. Porque el error de muchos compositores “nacionalistas” nuestros consistió—como apuntamos antes— en creer que el tema, el material melódico, hallados en campos o en arrabales, bastaban para comunicar un carácter peculiar a sus obras, dejando de lado los contextos de ejecución que eran, en realidad, lo verdaderamente importante. Por otra parte, no debe aceptarse como dogma que el compositor latinoamericano haya de desenvolverse forzosamente dentro de una órbita nacionalista. Bastante maduros estamos ya —habiendo dejado tras de nosotros ciertas ingenuidades implícitas en el concepto mismo de “nacionalismo”— para enfrentarnos con las tareas de búsqueda, de investigación, de experimentación, que son los que, en todo momento de su historia, hacen avanzar el arte de los sonidos, abriéndole veredas nuevas. Pero, en tales tareas, un buen conocimiento del ámbito propio puede ser de suma utilidad. No olvidemos que lo tambores afro-americanos, las maracas indias, las claves xilofónicas nacidas en el puerto de La Habana, las marímbulas y güiros de nuestros conjuntos populares —esos que llamábanse “ministriles” en las Actas Capitulares de la Colonia— se anticiparon en muchísimos años a los juegos de percusión a que son tan aficionados los compositores modernos. (Sin ellos, hubiese sido inconcebible una obra fundamental como lo es la Ionización de Edgar Varèse). Y si, desde hace cincuenta años, los guitarristas nuestros están enriqueciendo el repertorio de la guitarra con obras de un inestimable valor, ello se debe a que la guitarra está sonando entre nosotros —y no ha dejado de sonar— desde que nos vino de en las naves de la Conquista. Como en tiempos de Cervantes y de Lope, devolvemos, enriquecido y magnificado, lo que del Viejo Continente se nos trajo... Y si, tras de una búsqueda audaz en el dominio de la electrónica, de las nuevas técnicas, de “significantes” cada vez más complejos, puede desaparecer, aparentemente, un cierto acento nuestro, no hay que alarmarse por ello. —“Chassez le naturel; i revient au galop” dijo alguien. Si el instrumento electrónico, la sintetizadora, no tienen nacionalidad, quien los maneja lleva la suya en las manos. Y la sensibilidad —la peculiar sensibilidad de quien nació criollo— habrá de manifestarse siempre, del mismo modo que, ya conocedores de los empeños y giros nuevos del arte en este siglo, advertimos inequívocamente la presencia del francés, del alemán o del italiano, en los experimentos más arriesgados y espinosos de la música contemporánea... Y en cuanto a folklore o no folklore, olvidemos rebasadas polémicas, inútiles discusiones en torno al “ser o no ser” sonoro, recordando la tajante frase de Héctor Villa-Lobos: “ ¡ El folklore soy yo!”

jueves, 21 de marzo de 2013

LOS BENEFICIOS DE LA MUSICA PARA TU MENTE


Analizando brevemente la historia humana, al menos los últimos cinco mil años, podríamos afirmar que la música ha sido uno de los más estimulantes y nobles acompañantes que hemos tenido. Ya sea para reafirmar nuestra existencia, para ambientar momentos épicos que se entretejen con nuestra cotidianidad, para acariciarnos en los momentos más duros del camino, o como eje de movimientos sociales o patrones culturales, lo cierto es que este exquisito producto de la creatividad humana resulta, invariablemente, una compañía casi inmejorable.
Es altamente probable que coincidas con las anteriores líneas –me resulta difícil creer que existan seres humanos imposibilitados de acceder a una deliciosa comunión con la música. Pero por si necesitaras algún re-afirmante, tal vez repasar la postura al respecto de algunos de los más ilustres pensadores de nuestra historia podría ayudarte:
Por ejemplo, el escritor Aldous Huxley advertía que “tras el silencio, aquello que mejor puede expresar lo inexpresable es la música”. Mientras que Nietzsche aseguraba que “sin música, la vida sería un error” o que en ella la pasión se auto-complace, y Beethoven anunciaba que la música es una revelación que supera toda filosofía y toda sabiduría. Y no solo podemos encontrar inspiradoras afirmaciones sobre esta gloriosa herramienta, su desbordante esencia también ha servido para dar vida a algunas de las más exquisitas metáforas, como aquella que reza: “tu eres la música mientras esta dura”, cortesía de TS Elliot, o cuando Lao Tzu explicaba que “la música del alma puede ser escuchada por el universo”.

Más allá de celebrar las mieles de la música, en esta ocasión me gustaría llevar su glorificación a un plano distinto, al de la psicología y la neurociencia. A continuación les comparto algunos beneficios, científicamente comprobados, que la música tiene para nosotros:
Reduce el dolor y diluye la ansiedad
Si partimos de la afirmación que el dolor físico es parcialmente subjetivo, entonces alterar la percepción de una persona puede cambiar la forma en la que se experimenta esa sensación. La música puede romper la repetitiva secuencia dolor-estrés-dolor que envía información a nuestro cerebro, y con ello disminuir significativamente la presencia de esta sensación. Pero también se ha comprobado que la música actúa sobre el sistema opiáceo de nuestro cerebro, y cuando una persona escucha música que le es grata, ese estímulo puede activar dicho sistema, lo cual permite combatir la sensación de dolor físico.[1]
Estimula la alegría
A pesar de que esta afirmación resulta obvia para muchos de nosotros, lo cierto es que también existe un fundamento neuronal para explicar este fenómeno. De acuerdo con un estudio de la Universidad McGill, exponerte a música que disfrutas detona la producción de dopamina, neurotransmisor que activa el mismo centro de placer que estimulan las experiencias sexuales o gastronómicas.
Favorece la concentración
Según el psicólogo clínico Jonas Vaag, miembro activo del Nord-Trøndelag Health Trust, en Noruega, cierto tipo de música, particularmente la clásica, y aún más específicamente las piezas barrocas de compositores como Hendel y Bach, auxiliarán a tu mente para concentrarse y organizar información con mayor destreza. Aparentemente sorprender a tu mente estimulándola con un sonido distinto al que espera, pero como parte de una dinámica armónica, ayuda a que se afinen, instantáneamente, las regiones cerebrales encargadas de la atención y la anticipación.
En fin, debo confesar que en lo personal no requería de fundamentos neurocientíficos para consumar mi entrega total respecto a mis hábitos musicales. Pero creo que no deja de resultar emocionante el comprobar que aquellas sublimes sensaciones registradas a lo largo de nuestra vida, en compañía de música, aportan beneficios tangibles, y medibles, al funcionamiento de nuestra mente. Y si consideramos que la ‘realidad’, o al menos una buena porción de ella, se produce en la actitud mental que entretejemos, entonces podemos afirmar que la música, literalmente, puede ayudarnos a construir una mejor existencia. Y por eso los invito a ser los propios Dj’s de su vida, a tomar las riendas de tu propio playlist existencial, a conocer la manera en que tu ánimo reacciona ante específicos estímulos musicales, y a aprovechar , de forma tanto práctica como poética, las múltiples bendiciones sonoras que te rodean. Salud!

miércoles, 20 de marzo de 2013

  Este blog ha sido creado para compartir, intercambiar y dar a conocer información urgente, musicalidad atonal, documentales clase B, y todo tipo de escombros que se encuentren en la tela de araña, pero principalmente para mantener llena de vida, conocimiento y risas, la familia tan hermosa que tenemos.
  
  Este también será un medio de creación, producción colaborativa, directa, de belleza necesaria, como también de destrucción, barriendo y volando en pedazos todos aquellos parámetros obsoletos.
   Un acercamiento, en cuanto a la cercania virtual, del grupo para el perfeccionamiento sinérgico de los placeres literarios. Una acción, una reacción, un asalto mágico al mundo circular. Un método de ataque,  difusión y colectividad.